Puto el que lee. Puto el que llora. El que tiene miedo. El sensible.
Mano de manteca si se te cae la pelota. Marica si no te animás a la hazaña. Trolebús, muñeca quebrada. Atajando un penal se resbala la pelota, gol para algunos, estigma para el que erra. Rarito. Diferente, al parecer, ese que elige una forma de vincularse que no responde a los estereotipos de género.
Por Emiliano Samar * y Roberto Samar **
Torta. Tortillera. Machona o marimacho. La figurita Sarah Kay se destiñe de tanto forzar brillantina. Travesaño para ese del vestido que el alma habilitó al cuerpo, tras ser violentado por años a mostrar lo que no siente.
Etiquetas que estigmatizan y a la vez empujan a definiciones binarias y anticipadas donde la libertad podría abrir el juego a la multiplicidad de variantes y a la exploración de la propia subjetividad. Ahora, estos calificativos buscan no solo ordenarlo todo en clasificaciones sino también segregar y herir. ¿Son discursos homofóbicos? ¿Miedo? No. Es odio. Y más: son discursos moralizantes de una masculinidad hegemónica y heteronormatizadora.
Quien discrimina no cruza con miedo la calle cuando ve una persona trans, o por considerarla gay: no se asusta, odia. Son discursos que buscan excluir a quienes no responden a los estereotipos y las expresiones tradicionales de género y aquellos que aún sin clasificación conocida se corren del borde hegemónico que establece el discurso machista patriarcal.
Estos discursos tienen efectos sobre las personas. A modo de ejemplo, la expectativa de vida de las mujeres trans está entre los 35 y 41 años. Los suicidios adolescentes siguen siendo una realidad dolorosa, y otras y otros migran a nuevas ciudades en busca de espacios de supuesta libertad.
También tiene efectos sobre otras personas, cis y heterosexuales, ya que por miedo a la discriminación, refuerzan los mandatos de la masculinidad hegemónica. Es decir, el discurso de odio, disciplinador, actúa no solamente sobre la persona gay o trans, sino también sobre el resto de los varones en quienes recae una carga. También les indican algo: tenés que ser fuerte, violento, autosuficiente, protector, macho.
Muchos varones hemos reproducido estos discursos como una forma de reafirmar la pertenencia al “club de los machos”, por miedo a ser discriminados. Varones que disciplinan varones para odiar a aquellos que no pertenecen al modelo. Etiquetas para aquellos que se salen del estante como poliedros irregulares. Y código de barras para los otros. Código de barras en su sentido mercantil, de la respuesta al mercado, del valor agregado, de la respuesta en verde en la pantalla que delata. Y código de barra, de pertenecer a la jauría del alfa, de dar respuesta por que sí, por obediencia debida, por aullido bautismal de ser parte con otros del embate a la diferencia.
Son discursos moralizantes, buscan establecer un deber ser, una forma de actuar y de relacionarnos, donde el aguante y la violencia encontrarán su legitimidad.
Hay distintos tipos de violencia. Pero ¿cuán conscientes somos de la posibilidad que tenemos de intervenir en escenas cotidianas para desandar el surco? Sin duda pequeños gestos pueden, en su insistencia, desarticular la maquinaria. ¿Acaso un grano de arena no puede complicar el funcionamiento de un reloj? Recibimos mensajes en el celular, retwiteamos, damos likes, reímos con un chiste, damos audiencia a cierto conductor, resposteamos. Generamos al hacerlo contenido, discurso. Escuchamos frases en la vía pública, en la mesa familiar. En los diferentes niveles de la violencia, callar seguramente tendrá también su lugar. Es necesario escribir un nuevo discurso, a sabiendas que mañana quedará empobrecido por la evolución del mundo, pero a la vez necesario hoy para que esa evolución tenga su lugar en la historia.
Los imaginarios vinculados a las sexualidades y los géneros, en sus identidades y expresiones, imponen estereotipos y se abisman ante lo desconocido. Diariamente tenemos la oportunidad de acercar otros ejemplos, otras imágenes, otras historias. La visibilidad es una llave hacia la libertad y la transformación. Quien pueda asumir el desafío hará el camino más sencillo para quien al hacerlo corre un riesgo mayor. Porque no todos los escenarios son avenidas luminosas, ni todas las familias aceptan amorosas la revelación de la verdad.
Todas, todos y todes un día sentimos la necesidad de contar quienes somos. Porque aún hace falta decir, porque todavía se sigue esperando otra cosa. Porque los cuentos siguen trayendo sus cenicientas y sus “príncipes que buscan”, una y otra vez. Porque un día en el aula, alguien se dará cuenta que le pasa distinto, pero calla, que prefiere otro juego, y calla… e incluso, que le gusta Juan siendo Pedro, y calla. Y allí, en el silencio aprenderá que quizá decirle puto a otro, lo salve, aunque sea por un tiempo, en un escondite triste en el perverso juego de forzarnos siempre a ser otra cosa: la que se espera de nosotros.
El estigma del “puto” es un discurso de odio, pero también un discurso moralizante y disciplinador que legitima esta sociedad violenta. Si puto es el que lee, puto es la persona sensible, el que se permite llorar, el que elige su sexualidad con libertad. Quizás deberíamos resignificar el sentido de las palabras, quizá deberíamos dejar de pensarnos en formatos binarios, quizá podamos encontrar nuevas palabras y nuevas formas.
Trayendo a Louis-George Tin: el homo/lesbo/trans odio “no es una fatalidad transhistórica imposible de combatir, ni un residuo de la historia destinado a desaparecer por sí mismo con el tiempo, es un problema humano, grave y complejo que necesita una reacción concertada y una reflexión previa”. Y a lo citado sumamos la importancia de los marcos legislativos en términos de derecho, la implementación de políticas públicas, las transformaciones culturales y educativas, y nuestra necesaria y urgente intervención cotidiana en el territorio de los vínculos y los discursos.
* Docente, Investigador, Director de Teatro.
** Especialista en Comunicación y Culturas UNC. Docente UNRN.