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sábado, 11 mayo, 2024
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    Todas las Britney Spears que no vemos

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    Si una estrella pop que produce toneladas de dólares fue controlada en su libertad sexual, tutelada al punto de no dejarla decidir cuándo salir a la calle o si quería o no trabajar ¿qué pasa con las personas del común que tienen enfermedades psiquiátricas? Infantilizadas en las consultas, juzgadas por el entorno -¿acaso no es sospechosa de falta de voluntad una persona que sufre depresión?-, criminalizadas en otros casos. La historia de Britney Spears generó un efecto que puede registrarse en las redes sociales: de esto también se habla, en primera persona y colectivamente. Para hacer lugar a las fragilidades y las discapacidades sin que medie siempre una voz autorizada. Las locas también decidimos.

    Tengo una cuenta de activismo lésbico que siguen muchas personas. Hace un par de semanas, conté que estaba tomando tres psicofármacos: lamotrigina, desvenlafaxina y quetiapina y le pedí a la gente que estaba mirando mis historias que me cuenten qué estaban tomando elles. Enseguida armamos un hilo con más de cien testimonios de lo que cada une guarda en sus pastilleros: escitalopram, sertralina, nos reímos del doble filo el clona, del sueño que da la quetia. Pero no pasaron demasiadas historias hasta que aparecieron las psiquiatras, las psicólogas, las ingenieras farmacéuticas, blandiéndonos en la cara sus títulos, diciéndonos que lo que estábamos haciendo estaba mal, era irresponsable, que cómo nos íbamos a reír así, con tanta liviandad, de un tema tan serio, tal delicado; que estábamos haciendo apología de querer “solucionar todo con una pastilla”. Me recomendaron que mejor borre todo, que mi contenido (nuestro contenido) era peligroso, sobre todo para “las más jóvenes” y que lo más adecuado es que aborde este tema con algún profesional, que seguro sabe más y mejor sobre este asunto. “Hablo con conocimiento de causa”, me dijo una, “soy psicóloga recibida de la universidad de buenos aires y no es necesario drogarse para estar bien”.

    Ojalá mi medicamento fuese una droga, sería mucho más divertido. Ser usuarie de medicación psiquiátrica es dificilísimo, es hacer una negociación constante con le psiquiatra y transar efectos deseados y adversos todos los días. ¿Qué preferís? ¿No poder acabar nunca o no poder dormir por tres días? ¿No poder parar de comer o hacerte sangrar las muñecas? ¿No poder bajar o no poder subir? Y eso es lo primero que aprendemos. Pero los “sanos” no saben esto o nunca nos lo preguntamos; tal vez simplemente creen que somos demasiado sensibles y, sobre todo, vagxs que queremos evadirnos de la realidad (¿quién no?), en vez de enfrentarla, con una “pastillita” que, supuestamente, nos resolvería todo.

    ¿Qué opera detrás de esta intención capacitista y disciplinante por parte de “las académicas recibidas” de querer deslegitimarnos e invalidar nuestras experiencias, individuales y colectivas? Un discurso que arrastra y que vuelve a poner en valor los conceptos con los que la mirada médica hegemónico caracterizó, sobre todo a partir del siglo XIX, a los locos: como seres infantiles y peligrosos que deben ser tutelados, más que nada, en el espacio público; pero ahora, remixado con el enfoque neoliberal y meritócrata de siempre. Esto último implicaría, en definitiva, alentar la idea de pensar a la salud mental desde un foco individualista, deshistorizado y descontextualizado, donde quien “se esfuerza mucho” y no busca las “soluciones fáciles” es premiado. La solución “fácil” y condenable sería tomar antidepresivos. La solución aprobada y feliz sería pintar mandalas hasta que un día puedas levantarte de la cama y -milagrosamente- volver a insertarte en el mundo laboral que es, al fin y al cabo, lo importante. Lo importante en un escenario capitalista que valida y designa como sujetos autónomos y válidos quienes son productivos y competitivos y se levantan temprano para ir a trabajar y así progresar, claro.

    ¿Qué nos dice esto último? Que aquí hay una doble vara. Mientras que hay algunxs que no son “locos-locos” del todo, sino que son más bien gente con falta de voluntad, sí hay otros locos de verdad, las locas de mierda, las deschavetadas a quienes no se les puede pedir nada, ni mucho menos voluntad porque, al estar enfermxs, carecerían de autonomía y de autocontrol y por eso hay que resguardarlxs. Britney Spears es un ejemplo de esto.

    Fotos: Jose Nicolini.

    ¿QUÉ VALE LA PALABRA DE UNA LOCA?

    No hace falta presentarla: trabaja desde los 17 años; Britney es reconocida y adorada en todo el mundo; supo mover millones de dólares con solo levantar un dedo y alimentó a cientos de familias a lo largo de su carrera. Si hay alguien que sabe cómo hacer las cosas, y cómo hacerlas bien, es ella. Sin embargo, la violencia mediática y sistemática ejercida durante años sobre la princesa del pop, en la que se la construyó con un afán morboso y un deseo de verla quebrada, (porque eso factura), como una mujer agresiva, alcóholica, drogadicta, mala madre, irresponsable, puta, descuidada y una ingrata con su novio la definió como una loca. Una loca peligrosa para ella, para sus hijos y para sus finanzas. Y a las locas no hay que dejarlas sueltas. Apalancado en esta noción su padre ejerce, en este momento y desde hace trece años, una tutela legal en la que controla absolutamente cada aspecto de su vida. Sin embargo, Britney trabajó muchísimo dentro de esta dinámica desigual: produjo espectáculos, hizo conciertos en las Vegas, tomó decisiones fundamentales sobre sus proyectos artísticos. Es decir, no está lo suficientemente cuerda como para, actualmente, tener derecho a disponer de su tiempo y de su propio cuerpo, pero no estuvo lo suficientemente loca, en su momento, como para exigirle que haga shows, los produzca y facture fortunas (a las que no tenía acceso).

    En un testimonio de 40 minutos donde apenas tomó aire para respirar, ella exigió este mes, frente a una jueza, que cese inmediatamente el control que Jamie Spears ejerce sobre ella. Reveló que fue forzada a tomar medicación psiquiátrica que no quería y que la dejaba atontada y vulnerable, que fue obligada a trabajar en contra de su voluntad, que era constantemente sometida a tests psicológicos humillantes e, incluso, que fue insitucionalizada y que le colocaron un DIU sin su consentimiento. Sin embargo, ella admitió que no había dicho esto antes, porque pensó que nadie iba a creerle. Ella sabe que es vista como una loca y sabe que por eso su voz, su deseo y su derecho a auto determinarse no tiene validez.

    La autonomía que, bajo la lógica normativa, los “cuerdos” le arrebatan a “los locos” a través de prácticas coercitivas -sobre todo a las locas, porque locas y mujeres- permite y normaliza abusos de poder. Y Britney Spears expuso eso. Y habló de su salud mental, dijo que estaba depresiva y traumada lo cual, bajo esta premisa, horadaría aún más la validez de su testimonio. Sin embargo, tuvo la valentía de hacerlo igual y de pedir tener un espacio terapéutico que ella misma elija y tomar decisiones sobre la medicación que le suministran. Y esto repercutió de forma global y puso en tensión la forma en la que los medios masivos y la gente “normal” piensan a a las mujeres que tienen patologías mentales.

    Sin embargo, esta es la palabra de Britney Spears. Madonna, Christina Aguilera, Miley Cyrus y un ejército de millones de personas salieron a apoyarla públicamente. ¿Los tiempos están cambiando? ¿O esto pasa solamente cuando la que habla es una famosa querida por generaciones? ¿Qué pasa con lxs locxs cercanos pero no visibles? ¿Cómo opera sobre ellos esta forma de tutela y de pérdida de autonomía?

    Gianni París es de San Justo, es una persona trans tiene 34 años y está medicado desde los 17; en su Instagram Resistencia Loca comparte su experiencia como usuario de psicofármacos, información sobre pastillas, datos para acceder a los servicios de salud mental de los hospitales públicos, fanzines, Pdfs y recurseros.

    En tu cuenta decís que algunos pacientes son “malos pacientes” y les gusta celebrarlo, ¿qué significa eso para vos?

    –Un poco es correrse de la categoría de paciente que asiente y que no tiene derecho a preguntar un diagnostico. Sería pedir que nos expliquen un prospecto sin usar un lenguaje académico e inaccesible, o que nos digan claramente los efectos secundarios de los medicamentos que nos suministran, por ejemplo. En ese sentido, ser un mal paciente es ser como la mala víctima; es generar micropolíticas de resistencia dentro de un dispositivo que, al fin y al cabo, lo necesitamos. Pero mientras tanto, podemos tener un papel activo en la medida que unx pueda, porque a veces no tenés ganas de estar en modo combativo. Sería poder transitar esta experiencia otra manera y asaltarle los privilegios a los batas blancas.

    ¿Qué implican esas micropolíticas de resistencia?

    –Entender que tenemos una relación sumamente asimétrica: ya de entrada que se pongan una bata blanca es algo que está para eso, para marcar una distancia. Estas micropolíticas son no quedarnos solo con lo que nos dice el psiquiatra, poder problematizar e investigar lo que nos chutan.

    ¿Cómo es tu experiencia como paciente psiquiátrico?

    –He pisado todos los hospitales habidos y por haber, en el que más estuve fue en el Alvear, donde tuve una internación. Estuve mucho tiempo ahí y mi experiencia es básicamente vivir con el ninguneo constante de, -no todos-, pero sí de muchos psiquiatras y del entorno familiar, donde la palabra del loco no tiene validez. Incluso adentro te requisan, te sacan todo, te sentís como cualquier privado de la libertad. Las instituciones de encierro son como cárceles, con distintas formas de aleccionamiento y en el afuera es lo mismo: te aleccionan por loco o por haber estado en cana. Por eso, ingresar al mercado laboral después de esas instancias es muy difícil. Pero también hay realidades muy diversas. Hay gente que está institucionalizada y para quienes ese lugar es su hogar, su refugio, un plato caliente por día, su techo, vos lo sacas de ahí y no es nadie.

    ¿En qué instancia sentiste que tu palabra no tenía validez?

    –Dentro de la institución yo había informado algo que había pasado y no hicieron nada al respecto, por ejemplo. Un tipo de seguridad tenía una suerte de encuentros sexuales con una de las chicas que estaban internadas. Por lo que me contaron, un día se vieron y él no sé qué le dijo, pero ella se brotó mal, fue muy heavy. La ataron a la cama, la suya estaba al lado de la mía, y cuando llega el psiquiatra y los enfermeros se pusieron alrededor suyo; ella estaba muy sacada, ¡y con razón! Entonces veo que el psiquiatra se acerca y le susurra al oído: “Petera…petera…”, y ella reaccionó, claro. Yo no tenía ni fuerzas para respirar, me sentí muy mal de no poder responder por ella.

    ¿Cómo opera el discurso médico hegemónico a la hora de anular la voluntad de les pacientes?

    –El discurso médico hegemónico es como el librito de recetas de Doña Petrona, de repente tenés X característica y ya te diagnostican. Entonces, ellos tienen mucho poder y tienen mucha información que no la quieren largar y no te quieren hacen partícipe de tu tratamiento. Hay una imagen que nunca me olvido: ver a algún loquillo corriendo detrás de una persona con bata blanca y que el chabón lo mire con cara de desprecio y siga caminando. Eso me rompe las pelotas, se creen que son dios y hacen uso de ese poder; y cuando uno se envalentona para discutirles ya ves que los de seguridad se van preparando…¡y estamos enojados, sí!

    ¿Cómo conciliás la idea de necesitar medicación pero, al mismo tiempo, tener que lidiar con la mirada incapacitante que tienen muches doctores hacia les pacientes? ¿Cómo es esa negociación?

    –Ellos son los dealers con matricula y los necesitamos. Yo odio a los fundamentalistas del té de tilo, la realidad es que mucha gente necesita medicación, yo por ejemplo la necesito, y hay personas que la están pasando muy mal, que si no fuese por las pastillas no podrían levantarse de la cama. Desde los 17 estoy negociando, ya sé con qué me voy a encontrar y puedo estar plantado de otra manera y ya conozco mi cuerpo. Tal vez antes, cuando me querían dar Clona, yo sabía que me pegaba mal pero igual me callaba; ahora yo sé cómo reacciona mi organismo y digo: “no, dame otra cosa”.

    ¿Qué le dirías a los fundamentalistas del té de tilo?

    –A esos bobos les diría que vayan a tomar Nescuick, no tienen ni idea, ni idea de cómo funciona la cabeza de una persona psiquiátrica en estado de explosión; sobre todo por cosas externas. Porque siempre está esa costumbre de culpabilizar al loco: está el loco de la familia que siempre necesita de, y siempre viene con cosas raras y demás. A mi siempre me ningunearon: cuando era adolescente me decían “cuando empieces a trabajar se te va a pasar”. Y empecé a trabajar y ya sabemos lo que es el trabajo: alienación, explotación, precarización y ahí derrapé; encima me sentía inservible, por no ser productivo por la depresión. Y eso me lo adjudicaba a mi, cuando en realidad hay un sistema estructural capitalista que es violento y hay representaciones socioculturales de lo que es la locura que también son violentas.

    Fotos: Jose Nicolini

    C. tiene 56 años, es artista plástica y tiene dos hijas de casi 20. Empezó a tomar antidepresivos cuando tuvo a la primera “por una fuerte depresión postparto que se extendió más de la cuenta”. “Y así empezó a ser cíclico: renuncié a un trabajo en el que tuve un ataque de pánico que no me dejó ni moverme. Llamé a mi psiquiatra, me dijo que me fuera y que no volviera a pisar ese lugar. Y ahí volví a tomar antidepresivos”, recuerda.

    ¿Sentiste que tu experiencia como madre se vio deslegitimada por esto?

    –Mi palabra perdía cada vez más validez en cada recaída que tenía, en mi relación de pareja, y en las discusiones muchas veces salía ese tema como una manera de desvalorizarte. Ya sabemos que en las discusiones se pueden decir barbaridades, pero si estás deprimida las palabras no pasan de largo. Recuerdo haber comprado un libro sobre depresión para que lo leyera mi pareja y mis hijas, para que entendieran qué me pasaba, y cómo me podían ayudar. Nadie lo leyó. También sé que no es fácil estar con alguien con problemas psiquiátricos. Por eso no estoy haciendo un reclamo. No se si te pasa a vos, pero a veces por más que te quieran ayudar te sentís muy sola. Y sin fuerzas.

    Sí, como paciente psiquiátrica, a mi también me pasa.

    –Todavía hay gente que te dice: ¡vamos, tenés que ser más fuerte! Me daba risa, ahora creo que los demás te dicen eso porque en realidad es un tema que les asusta y no saben qué decirte. Pero creo que cada vez se le está dando más visibilidad a las enfermedades mentales como enfermedades de otra parte de nuestro cuerpo. Quizás debido a que la pandemia nos recluyó y obligó a mirarnos al espejo más veces de lo que lo hacíamos y a plantear un mundo desconocido.

    Adriana tiene casi 33 años y hace siete que está medicada por depresión mayor y habitó centros de días y también hospitales. Para ella “es muy reducida la gente con la que podés hablar libremente” de este tema “sintiéndote comprendida y apoyada”. “El resto escucha, pero no comprende y juzga. En ámbitos sociales masivos no se puede hablar de esto, por ejemplo en la facultad o en trabajo. O sea, podés hablarlo pero teniendo consecuencias.

    ¿Qué consecuencias?

    –A mí me pasó que en la facultad, cuando lo comenté y presenté licencia por unos días, de pronto cuando había actividad nadie quería estar en grupo conmigo. Yo estudiaba producción audiovisual y la mayoría de trabajos son en equipo. Otra situación que me pasó fue en el ámbito laboral: yo venía con licencia psiquiátrica y yendo al hospital de día, luego tuve un intento de suicido y me dieron más licencia y estuve internada en un hospital psiquiátrico. Cuando retorné a mi trabajo me pidieron que renuncie. Yo era supervisora de ventas y su argumento era que mis problemas mentales no son compatibles con las funciones del cargo. Ahora tengo otro trabajo y yo sigo en tratamiento, pero lo oculto. Nadie sabe nada y no quise aceptar las licencias que mi psiquiatra me dijo que debía tomarme, obviamente por miedo a que me vuelva a pasar lo mismo.

    ¿Cómo vivís esto?

    –Básicamente en este nuevo trabajo tengo que fingir ser otra persona y es duro sostener esa careta. Es drenante. Actualmente es lo que más me agota y es un círculo vicioso, porque mientras más querés sostener la careta para que la gente no se entere de tus problemas mentales, más te cargás de cosas insanas en la mente y estás más propensa a desbordar.

    Vir tiene 33 años, tiene diagnóstico de bipolaridad y recuerda que, en una ocasión, cuando tuvo que pedir licencia en la facultad por su padecimiento, la directora de la carrera le pidió que su equipo médico certifique que no era peligrosa “ni para ella ni para otrxs personas”. “Obvio que no era peligrosa para nadie más que para mí, pero tenía muchísimos menos años, otra cabeza, muchísimo miedo y ya me había dado cuenta que mí vida jamás iba a ser igual a la de los demás, por que cualquier trastorno de salud mental te deja reducida a eso socialmente”, reconoce, y también recuerda que también tuvo que mentir en tests psicotécnicos para no correr el riesgo de quedar descartada en entrevistas de trabajo.

    Yona Sandoval Ramos es médica psiquiatra residente del servicio del Hospital Gutierrez, es chilena y estuvo de los dos lados del mostrador: como profesional de la salud y también como paciente que debió atravesar crisis de angustia y ansiedad que le impidieron trabajar y por las que tuvo que pedir licencia.

    ¿De qué forma crees, como trabajadora de la salud, que el modelo médico hegemónico infantiliza a les pacientes psiquiátricos?

    –Me parece que esa omnipotencia que nos da nos impide averiguar qué opina realmente cada paciente sobre los tratamientos que se le indican. Decidir qué medicamento administrarle, en que cantidad, en qué tomas, qué terapia hacer, etc, no da una responsabilidad pero, al mismo tiempo, borra la subjetividad del paciente y anula un montón de sus propias sabidurías sobre otros aspectos.

    ¿Te costó hablar de tu propia crisis?

    –Me costó, si. La pasé mal y tuve mi propia discriminación hacia mí misma por haberla sufrido y por no haber podido ir a trabajar. Antes yo ya había tomado medicación, pero cuando entré a la residencia no lo conté. No pude verbalizarlo. Después, cuando tuve esta crisis más fuerte, ahí sí pude charlarlo y hacerlo me ayudó a humanizarme, a saber que a mí también me puede pasar y a dejar de pensar de forma omnipotente que nosotros (les médiques) somos lxs sanos y el resto son los enfermos. Cuando lo empecé a hablar, otros colegas también empezaron a decir que tomaban medicación, colegas que nunca lo habían ni mencionado. Con ciertos pacientes, incluso, cuando siento que puede aportar a la terapia, también les hablo de mi crisis, creo que ayuda a humanizarme y a tener más cercanía con elles, que sepan que yo también ocupé esa silla y la sigo ocupando en mi propio espacio terapéutico.

    ¿Cómo crees que se pueden combatir los estigmas hacia quienes padecen enfermedades de salud mental?

    –Desde el estado, promoviendo políticas públicas educativas en las escuelas, en los trabajos, que existe más conexión entre el sistema de salud con la comunidad. Que podamos socializar lo que nos pasa y hablar más de nuestras emociones. Este sistema nos ha hecho socializar los triunfos e individualizar los fracasos. En la medida que no socialicemos esos fracasos y podamos ver que tienen que ver con algo colectivo y sistemático, vamos a seguir mirando a la persona con padecimientos como enferma.

    ¿Pensás que se puede generar sobre este tema algún tipo de militancia para exigir políticas públicas, como lo han hecho grupos de activistas por la diversidad corporal?

    –Siempre tuve esta duda. En cuanto a la salud mental no hay un movimiento social que no tenga que ver con el sistema de salud. Falta esa militancia, que nosotres podamos autodefinirnos y decir: “si, yo soy usuaria de salud mental” o “yo también tuve experiencias psiquiátricas”. Eso nos va a poder ayudar a militar contra el sistema médico hegemónico, contra la estigmatización de los padecimientos de salud mental. Pensar este tema de forma comunitaria, donde quienes tengan estos problemas no sean vistos como el otro y creer que esto nunca nos van a pasar, que nunca vamos a estar en esa vereda. Creo que la solución también tiene que ver con poder militar estas causas, ser parte de eso, compartir lo que nos pasa, darle una mirada política a la salud mental; la mayoría de trastornos no caen de un repollo, sino que tienen origen social y ambiental. Por eso es importante exigir políticas públicas, pero también politizar cómo se ve la salud mental.

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